Este es uno de los merecidos homenajes que le hago a mi fiel compañero de viaje: el cerdo ibérico, cerdo con mayúsculas. Increible en toda su extensión, sabor, aroma, textura, condiciones, y, sobre todo, flexibilidad. Es quizá, el animal más agradecido que conozco, y desde luego, el que mejor me va a acompañar en esta aventura.
El plato que hoy sugiero, surge de la idea de aprovechar una de las partes del cerdo más celebradas y más utilizadas. Parrilladas, fiestas populares, escapadas al campo. Cualquier excusa vale para poner encima de las brasas esta codiciada pieza.
Pues bién, en este caso y mejorando lo presente, hemos tratado de ennoblecer, si cabe, la costilla un poquito más.
Un confitado lento al vacio en aceite virgen con romero, tomillo, ajos y flores de lavanda. 10 lentas horas, a 65 grados. una vez tierna, melosa y resbaladiza, se le extraen cuidadosamente los huesos, se prensa la carne y a dormir a la cámara al menos una noche. Con los huesos, elaboramos un fondo, que digo fondo, una glasa, brillante, consistente, glasa que culminamos con un toquecito de arrope de Pedro Ximénez, hasta conseguir la textura deseada. Por otra parte, hacemos un aceite aromático, con lemmon-gras, y una vez hecho, confitamos unas patatas, que milagrosamente adquieren un toque cítrico inigualable. Y el remate, la traca final, una brocheta de tierna longaniza blanca en tempura. El resto ya lo estais viendo, solo le falta oler a lo que huele, a gloria bendita.
BUEN PROVECHO!!!!
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